lunes, 12 de octubre de 2015

Hoy me voy a quejar


Amamos las piedras. Es así de simple, de sencillo, de elemental, de fácil. Las amamos por encima de nuestras posibilidades. Las amamos porque queremos caer una y otra vez en todas ellas. Estoy harto. No de caer, ni de coña de caer. Estoy harto de todos los que ensalzan la estupidez humana por recaer en algo, cuando solo hacen lo que necesitan. Recaemos porque queremos y creemos. Nadie nos tira, ni nos empuja. Recaemos porque esa piedra es mucho más camino que cualquier llano repleto de kilómetros. 

Hoy me voy a quejar de todos esos que escupen palabras tan vacías que rebotan eco. De todos esos que cierran ríos enteros de posibilidades porque de ese agua no beberán, o no volverán a beber. Me voy a quejar de los te quiero que se quedan en las cuerdas vocales porque hubo una vez que se dijeron antes de tiempo. No me jodáis. De los saltos obligados a quedarse en tierra porque ¿Y si no? Pues si no, te levantas. Como toda la vida, como todo el mundo, como siempre tú. 

Hoy me voy a quejar del miedo. Del miedo a los para siempre que tanta vida dan. De gratis. De los que se niegan a agarrarse a ellos. De los que olvidan que cuando quieres de verdad, por muy lejos que sea siempre, nunca es suficiente la meta. Y ya que estoy metido de lleno en el futuro, me voy a quejar de los que sólo se agarran a él. De los de una pareja y muchos niños. De los que olvidan que vivir, ahora, es la aventura más grande a la que nadie pueda hacer frente jamás. 

Hoy me voy a quejar de los que juegan con la ilusión ajena. De los que se ríen de sueños solo porque están mucho más allá del alcance de sus manos. De los que no dan pie a algo más, de los: Esto es lo que me ha tocado. De los conformistas renegados a la inconformidad. 

Hoy me voy a quejar de los que no confían en si mismos. De los que se pierden desenvainar de nuevo su espada y matar a cualquier Garfio que se cruce en su camino. De los que quieren pero no pueden. De los que creen que no pueden. De los que ojalá puedan algún día. 

Y por hacer esto finito, me voy a terminar quejando de los que no se quejan. De los que olvidan la importancia que tiene que te hagan daño. De los que dan sin importarles recibir la mitad. De los que deberían gritar que no les gusta. De los que no lo hacen. 

Amamos las piedras, las amamos tanto que volveríamos a caer. Es el temor a las heridas el que nos hace evitar el tropezón. Quizá por eso si que seamos estúpidos, por evitar algo que, por mucho que nos haya dolido, no sabemos si esta vez nos hará realmente felices. 

Y mira, de eso también me quejo. 

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